Nos ha escrito un gijonés y buen amigo de esta página, “Calderín de la Chalana”, para relatarnos un reciente sueño, pesadilla dice él, que le ha dejado sumamente preocupado. No sabe qué interpretación darle, y nos pide ayuda por si alguno de nuestros lectores acertara, como hizo el bíblico José con los sueños del faraón, a dar la explicación correcta a esta enigmática historia onírica.
Según nos narra el protagonista de su sueño era un popular sacerdote de una ignota ciudad. La popularidad de este clérigo no se debía a su acrisolada piedad, a que la naturaleza le hubiera dotado de un verbo encendido al modo de un nuevo Crisóstomo, ni siquiera a que sobresaliera por su celo en la administración de los sacramentos, imitando a San Juan María Vianney o al Padre Pío de la Pietralcina. Nada de eso, su popularidad obedecía a sus excéntricos y frecuentes pronunciamientos públicos sobre las cuestiones más variadas de la actualidad, le pidieran o no opinión. Pronunciamientos que, en no pocas ocasiones, contradecían abierta o indisimuladamente la doctrina de la iglesia, a cuyos pastores tampoco acostumbraba a dejar bien parados. Así que ante sus continuas “boutades”, no era infrecuente escuchar un caritativo comentario de disculpa: “ya sabemos todos como es D. Perengano…” (Calderín por más que lo intenta no recuerda el nombre del protagonista de su sueño).
El reverendo en cuestión se jactaba siempre no sólo de su peculiar inconformismo, sino también de una acendrada “progresía”, hoy más superada y caduca que las pólizas de cinco céntimos, pero que había llegado a convertirse en el santo y seña de algunos de sus compañeros de promoción, y en él alcanzaba algunos ribetes cómicos. Detestaba todo cuanto le oliera a tradicional o siquiera ortodoxo, y trataba de combatirlo por todos los medios, aunque a veces, como D. Quijote, viera gigantes donde sólo había molinos de viento, o se excediera en la aplicación de sus métodos.
El caso es que en el sueño, aquel paladín del “progrerío clerical” había llevado su obsesión a extremos patológicos. El último, y más grave, había sido su afición al espionaje para combatir y desarticular la acción de lo que él llamaba “carcundia católica”, y que no eran sino aquellos sacerdotes y fieles que trataban humildemente de vivir su fe en conformidad con el magisterio de la Iglesia. Sus labores de espionaje habían obtenido algunos éxitos que él consideraba relevantes, y que le animaron a precipitarse por una pendiente de desvarío en la práctica de sus misiones especiales. En la última toma de posesión del nuevo Patriarca de las Indias Occidentales, había logrado interceptar conversaciones privadas y hasta fotografías, pues no le faltaban colaboradores incondicionales, de algunos fieles que él identificaba como representantes de la reacción y que, en su opinión, poco tenían que envidiar a los antiguos componentes del “Sodalitium Pianum”.
Pero lo que últimamente obsesionaba a nuestro clérigo espía era la predicación de los sacerdotes fieles al magisterio y a la doctrina, y que en su opinión tanto daño podían hacer al avance de un progresismo eclesial, hoy ciertamente en horas bajas. Era necesario identificarlos, combatirlos, e incluso denunciarlos subrepticiamente, para conseguir su traslado y destierro a minúsculas parroquias rurales de montaña, donde el efecto de su acción fuera mínimo o imperceptible. Para ello nuestro espía había comenzado a desplazarse por los templos que él consideraba más carcas de la ciudad, para escuchar de incógnito las prédicas de sus compañeros, y tener dónde hincar el diente. Era consciente de su riesgo, ya que podía ser fácilmente identificado, pero trataba de tomar medidas. Para ocultar parcialmente su rostro levantaba los cuellos de sus camisas a cuadros, por supuesto él nunca vestía clerigman o distintivo clerical, se situaba discretamente en los últimos bancos del templo, y cuando concluía la homilía salía procurando no hacer ruido ni llamar la atención.
Todo discurrió sin problemas, hasta el día en que se decidió a realizar sus labores de agente secreto en uno de los templos más grandes y principales de la ciudad. Tenía interés especial en escuchar la predicación de aquel sacerdote, uno de los más jóvenes del arciprestazgo, puro producto de la era Wojtyila, y a quien todo el mundo señalaba como uno de los clérigos de más recta doctrina de aquella localidad. Era un domingo del tiempo de Pascua, así que el templo estaría bien concurrido, y dadas sus dimensiones resultaría fácil camuflarse en los bancos del fondo sin llamar la atención, siguiendo la estrategia habitual.
Sin embargo sucedió algo imprevisto, sobre todo para él que no sobresalía por sus conocimientos ni cuidado litúrgico. El sacerdote, tratándose del tiempo de Pascua, había decidido iniciar la celebración litúrgica con la tradicional aspersión con el agua que había sido bendecida en la Vigilia Pascual. Así que hisopo en mano el celebrante avanzó lentamente recorriendo en procesión el templo, desde el altar hasta la puerta, mientas bendecía a los fieles. Nuestro cero cero siete clerical comenzó a ponerse nervioso, a medida que su espiado avanzaba por el pasillo cantando el Vidi aquam se preguntaba cómo hacer para no ser reconocido en plena faena. Trato de agacharse, pero las ancianitas del banco delantero eran demasiado bajas como para ocultarle. En un momento dado pensó que lo mejor era batirse discretamente en retirada, pero con los nervios y las prisas, y creyendo estar en los bancos de su iglesia que por supuesto no disponían del correspondiente elemento para arrodillarse (por Dios, ¡allí nadie se arrodillaba!), tropezó con el reclinatorio al intentar salir, y provocando un gran estruendo dio con su cara contra el suelo marmóreo del recinto. Se armó gran revuelo, cesaron los Asperges, y el celebrante y un corro numeroso de fieles rodearon al espía, que con las gafas rotas y su cara ensangrentada trataba, sin resultado, de articular palabra. Las heridas precisaban puntos de sutura, y cuando la sirena de la ambulancia que le conducía al hospital de la ciudad sonaba con insistencia, nuestro amigo Calderín despertó de su sueño angustiado y sobresaltado por esta curiosa historia.
Nos pide ayuda para descifrarlo, y como es lógico nos añade una clásica advertencia: “cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia”.
Bueno, ¡menos mal que se trata tan sólo de un sueño! Pero en fin, creo que hasta José, hijo de Jacob, estaría dándole vueltas al asunto para interpretar su hondo significado...
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